César y Marisa relatan el día a día de Hugo, su hijo de seis años, que a los cuatro meses le diagnosticaron esta enfermedad que afecta a 1 de cada 4.000-6.000 nacidos
A los cuatro meses de edad, los médicos diagnosticaron a Hugo, que en la actualidad tiene 6 años, síndrome de West
César y Marisa observaban el despertar de Hugo en la cuna, su hijo recién nacido de tres meses. Un día, a los dos minutos de abrir sus ojos, el pequeño hizo un movimiento con los brazos. Los extendía y los llevaba hacia delante. No le dieron importancia. Incluso pensaron que, con lo pequeño que era, ya quería que le cogieran y le abrazaran. Al día siguiente, mientras que Marisa le daba el pecho, esos aspavientos volvieron a aparecer, pero esta vez, de manera intensa y repetida. Su madre, asustada, se preguntó por qué su hijo había empezado a hacer ese extraño movimiento. En ese mismo momento, vistió a su bebé y se lo llevó al Hospital Universitario Madrid-Torrelodones, donde toda la familia estaba asegurada.
Hugo estuvo ingresado durante una semana en esta clínica privada de Madrid en la que le diagnosticaron «epilepsia benigna del lactante». Es decir, existía un buen pronóstico; no le quedarían secuelas por esos ataques. Sin embargo, César y Marisa creen que los médicos no quisieron decirles la verdad sobre lo que le ocurría a su hijo porque, cuando le dieron el alta, les advirtieron de que algo largo y serio se les iba a avecinar. El pequeño salió del centro hospitalario con medicación, pero esta no resultó totalmente eficaz; aunque esos movimientos habían disminuido, no desaparecieron. Transcurrió un mes hasta que volvieron al médico, esta vez a la seguridad social en el Hospital La Paz, donde estuvieron haciéndole pruebas. El Dr. Arcas, jefe de neurología y médico que en la actualidad lleva a Hugo, le realizó un encefalograma; con él le determinarían el diagnóstico. Al día siguiente salieron del hospital, esta vez, sabiendo lo que le pasaba. Hugo con cuatro meses de edad tenía Síndrome de West.
La incidencia de este síndrome es pequeña, afecta a 1 de 4.000-6.000 nacidos vivos; es una enfermedad neurológica rara y pertenece al grupo de las llamadas «encefalopatías epilépticas catastróficas». Recibe su nombre por William James West, médico inglés que la descubrió en su propio hijo en 1841. Tras varios meses de observación y tratamiento, se dio cuenta que era incapaz de frenar esas peculiares convulsiones que tenía; en su caso, la cabeza se dirigía hacia delante, hacia las rodillas. Desesperado, al ver que no podía mediarlo, decidió enviar una carta de auxilio a «The Lancet», revista británica líder mundial de publicaciones de medicina general y especializada en Oncología y Neurología y Enfermedades Infecciosas. En ella describió los síntomas clínicos característicos de este síndrome. Un siglo más tarde de la publicación, esta enfermedad se conocería como Síndrome de West. Se caracteriza por la triada electroclínica: espasmos epilépticos, retraso del desarrollo psicomotor e hipsarritmias en el electroencefalograma, descubiertas, por primera vez, por Gibbs en 1952, donde la actividad eléctrica cerebral aparece en forma de trazado caótico con mezcla de puntas y ondas lentas, desorganizadas e independientes.
Para esta familia, a partir del diagnóstico empezó una batalla tanto farmacológica, dar con el medicamento adecuado para cortar las crisis, como de psicomotricidad. El pequeño nació el 28 de abril de 2006, y desde el primer año empezó con fisioterapeutas y con estimuladores en piscina para ayudarle a coordinar brazos y piernas, y mantener el equilibrio. Con 12 meses todavía no era capaz de mantenerse sentado, y tampoco de levantarse. Su evolución fue rápida y buena;logró andar con 18 meses. Pero ahora su progreso no es tan ágil. En la actualidad, Hugo, con seis años, sabe subir escaleras con la ayuda de sus padres, corre a su manera (anda deprisa), y está aprendiendo a saltar.
Hace un año dejó de tener salvas (crisis encadenadas), pero esta familia ha sufrido sus ataques, incontrolables, incluso cuando le daban de comer. Sólo sabe decir una palabra, «mamá» y la usa indistintamente para llamar a su padre. Ese es uno de los problemas de comunicación de esta enfermedad. Sus padres no saben qué necesita, lo intuyen porque si quiere agua se pone al lado del fregadero, o qué siente cuando le aparece una crisis. Sólo saben que, tras ella, presencian su desorientación por unos segundos y su llanto.
Hugo ha pasado un largo proceso con la alimentación. Como sólo quería comer tortilla de patatas y croquetas con la carne muy picada tuvieron que ir a un nutricionista; su curva de crecimiento era negativa. El año pasado, 2011, cuando tenía cinco años, llegó a pesar 15 kilos con su gran altura, 100 centímetros. Ahora, aunque sigue siendo muy sibarita, come de todo. Le gustan los sabores fuertes, preferiblemente los salados a los dulces. Una tarde Marisa y César estaban tomando café y Hugo se acercó. Sus padres creyeron que lo hizo por el olor que desprendía. Le dieron a probar pensando que no le gustaría, y descubrieron que no era así. Ahora para desayunar toma café descafeinado muy rebajado, con tostadas y mantequilla. La mejora en la alimentación le ha servido para coger peso y seguir ganando altura. En la actualidad, Hugo pesa 21 kilos y mide 112 centímetros.
Dentro de la Clasificación Internacional de Epilepsias, el síndrome de West se divide, según su origen y crisis, en tres tipos: sintomático, idiopático o criptogénico. Este último, como está considerado Hugo, se caracteriza porque el origen de la enfermedad es desconocido, está oculto, a pesar de los múltiples estudios morfológicos en resonancias electromagnéticas; metabólicos en análisis de sangre y orina; o genéticos, en estudios moleculares y de cromosomas que se han realizado. Frente a ellos también están los sintomáticos –la mayoría de los casos– que se conoce su causa y el foco afectado está localizado; o los idiopáticos –la minoría– que son afectados por origen genético.
Podéis leer más en:http://www.abc.es/20121001/sociedad/abci-sindrome-west-201209281733.html
César y Marisa observaban el despertar de Hugo en la cuna, su hijo recién nacido de tres meses. Un día, a los dos minutos de abrir sus ojos, el pequeño hizo un movimiento con los brazos. Los extendía y los llevaba hacia delante. No le dieron importancia. Incluso pensaron que, con lo pequeño que era, ya quería que le cogieran y le abrazaran. Al día siguiente, mientras que Marisa le daba el pecho, esos aspavientos volvieron a aparecer, pero esta vez, de manera intensa y repetida. Su madre, asustada, se preguntó por qué su hijo había empezado a hacer ese extraño movimiento. En ese mismo momento, vistió a su bebé y se lo llevó al Hospital Universitario Madrid-Torrelodones, donde toda la familia estaba asegurada.
Hugo estuvo ingresado durante una semana en esta clínica privada de Madrid en la que le diagnosticaron «epilepsia benigna del lactante». Es decir, existía un buen pronóstico; no le quedarían secuelas por esos ataques. Sin embargo, César y Marisa creen que los médicos no quisieron decirles la verdad sobre lo que le ocurría a su hijo porque, cuando le dieron el alta, les advirtieron de que algo largo y serio se les iba a avecinar. El pequeño salió del centro hospitalario con medicación, pero esta no resultó totalmente eficaz; aunque esos movimientos habían disminuido, no desaparecieron. Transcurrió un mes hasta que volvieron al médico, esta vez a la seguridad social en el Hospital La Paz, donde estuvieron haciéndole pruebas. El Dr. Arcas, jefe de neurología y médico que en la actualidad lleva a Hugo, le realizó un encefalograma; con él le determinarían el diagnóstico. Al día siguiente salieron del hospital, esta vez, sabiendo lo que le pasaba. Hugo con cuatro meses de edad tenía Síndrome de West.
La incidencia de este síndrome es pequeña, afecta a 1 de 4.000-6.000 nacidos vivos; es una enfermedad neurológica rara y pertenece al grupo de las llamadas «encefalopatías epilépticas catastróficas». Recibe su nombre por William James West, médico inglés que la descubrió en su propio hijo en 1841. Tras varios meses de observación y tratamiento, se dio cuenta que era incapaz de frenar esas peculiares convulsiones que tenía; en su caso, la cabeza se dirigía hacia delante, hacia las rodillas. Desesperado, al ver que no podía mediarlo, decidió enviar una carta de auxilio a «The Lancet», revista británica líder mundial de publicaciones de medicina general y especializada en Oncología y Neurología y Enfermedades Infecciosas. En ella describió los síntomas clínicos característicos de este síndrome. Un siglo más tarde de la publicación, esta enfermedad se conocería como Síndrome de West. Se caracteriza por la triada electroclínica: espasmos epilépticos, retraso del desarrollo psicomotor e hipsarritmias en el electroencefalograma, descubiertas, por primera vez, por Gibbs en 1952, donde la actividad eléctrica cerebral aparece en forma de trazado caótico con mezcla de puntas y ondas lentas, desorganizadas e independientes.
Para esta familia, a partir del diagnóstico empezó una batalla tanto farmacológica, dar con el medicamento adecuado para cortar las crisis, como de psicomotricidad. El pequeño nació el 28 de abril de 2006, y desde el primer año empezó con fisioterapeutas y con estimuladores en piscina para ayudarle a coordinar brazos y piernas, y mantener el equilibrio. Con 12 meses todavía no era capaz de mantenerse sentado, y tampoco de levantarse. Su evolución fue rápida y buena;logró andar con 18 meses. Pero ahora su progreso no es tan ágil. En la actualidad, Hugo, con seis años, sabe subir escaleras con la ayuda de sus padres, corre a su manera (anda deprisa), y está aprendiendo a saltar.
Hace un año dejó de tener salvas (crisis encadenadas), pero esta familia ha sufrido sus ataques, incontrolables, incluso cuando le daban de comer. Sólo sabe decir una palabra, «mamá» y la usa indistintamente para llamar a su padre. Ese es uno de los problemas de comunicación de esta enfermedad. Sus padres no saben qué necesita, lo intuyen porque si quiere agua se pone al lado del fregadero, o qué siente cuando le aparece una crisis. Sólo saben que, tras ella, presencian su desorientación por unos segundos y su llanto.
Hugo ha pasado un largo proceso con la alimentación. Como sólo quería comer tortilla de patatas y croquetas con la carne muy picada tuvieron que ir a un nutricionista; su curva de crecimiento era negativa. El año pasado, 2011, cuando tenía cinco años, llegó a pesar 15 kilos con su gran altura, 100 centímetros. Ahora, aunque sigue siendo muy sibarita, come de todo. Le gustan los sabores fuertes, preferiblemente los salados a los dulces. Una tarde Marisa y César estaban tomando café y Hugo se acercó. Sus padres creyeron que lo hizo por el olor que desprendía. Le dieron a probar pensando que no le gustaría, y descubrieron que no era así. Ahora para desayunar toma café descafeinado muy rebajado, con tostadas y mantequilla. La mejora en la alimentación le ha servido para coger peso y seguir ganando altura. En la actualidad, Hugo pesa 21 kilos y mide 112 centímetros.
Dentro de la Clasificación Internacional de Epilepsias, el síndrome de West se divide, según su origen y crisis, en tres tipos: sintomático, idiopático o criptogénico. Este último, como está considerado Hugo, se caracteriza porque el origen de la enfermedad es desconocido, está oculto, a pesar de los múltiples estudios morfológicos en resonancias electromagnéticas; metabólicos en análisis de sangre y orina; o genéticos, en estudios moleculares y de cromosomas que se han realizado. Frente a ellos también están los sintomáticos –la mayoría de los casos– que se conoce su causa y el foco afectado está localizado; o los idiopáticos –la minoría– que son afectados por origen genético.
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