Estaba un hombre a la orilla del camino, sentado en una piedra, bajo la sombra de un frondoso huanacaxtle.
Se le veia triste, meditabundo, cabizbajo; casi, casi a punto de soltar el llanto.
Así lo encontró su compadre y amigo de toda la vida, quien acongojado al verlo en esa facha, le preguntó el motivo, causa o razón, que ocasionaba que él se encontrara en situación tan deprimente.
-¡Ay!, compadre- contestó el interpelado -- ¡Tu comadre, tu comadre! Esta noche la mato, que se muere, se muere.
-No la amueles compadre, mejor platícame: por qué la quieres matar. A lo mejor te puedo ayudar a encontrar una mejor solución al problema.
El compadre, después de limpiarse sus ojos todos llorosos y su nariz mocosa, empezó con su relato.
-Mira, compadre, tú sabes que somos muy pobres y en la humilde casa la única forma de acompañar los frijoles es con un pedazo de carne que tengo que conseguir yendo de cacería al monte. Me tengo que ir con mi vieja escopeta, pasar varios días de sufrimiento y penalidades, salvándome de milagro de los peligros del monte; esquivando víboras, al tigre y las hienas. Debo soportar la terrible comezón que me producen las guiñas, garrapatas y picaduras de moscos; y por si esto fuera poco tengo que aguantar cómo me cae, hasta los huesos, el frío y la soledad de las noches.
Luego, por fin, si la suerte me socorre y logro cazar un venado, todavía tengo que cargarlo hasta el rancho y subir la cuesta de la loma donde está mi casa. Todavía no alcanzo resuello cuando aparece mi señora con el cuchillo en la mano e inmediatamente empieza a repartir el venado entre vecinos y familiares: que una pierna pa' doña Juana, que otra pa' doña Cleo, que este lomito pa' mi mamá, que esto pa'llá, que esto pa'cá; y a los dos o tres días allí va tu tonto otra vez de cacería. ¡Pero ya me cansé y esta noche, mínimo, la desmechoneo!
El compadre de aquél iracundo desdichado, después de meditar un momento, le dio la solución:
-Invita a tu mujer a cargar el venado.
-¿Qué?
-Sí, sí. Mira: no le digas los maltratos que padeces para cargar el venado. Mejor píntasela bonito. No le hables de las espinas ni los peligros, ni del frío ni el calor. Dile que la invitas a la cacería para que disfrute de los bellos paisajes, del esplendor de las estrellas que te cobijan en la noche; de los manantiales cristalinos, que reflejarían románticamente sus imágenes; de sus exquisitas aguas, del aire fresco del monte, lleno de oxígeno; de la graciosa manera en que camina el venado, como si fuera un bailarín de ballet; del dulce canto de los grillos y los pajarillos silvestres, en fin...
El compadre siguió el consejo. Por supuesto, la convenció.
La mujer, entusiasmada, se fue con la falda larga hasta el tobillo. Al cruzar el primer "aguamal" se redujo a minifalda porque la prenda quedó desgarrada entre las púas. La blusa le quedó toda "chiruda". El calzado se le rompió por los difíciles caminos y las piedras y las espinas la hicieron sangrar.
Las "guinas" y "guachaporis" los traía por todo el cuerpo. El sol le quemó la piel. El pelo se le maltrató: le quedó tieso y desparramado como estropajo. Las manos le quedaron encallecidas al abrirse paso entre el espeso monte.
Toda chamagosa, estuvo a punto de sufrir un infarto al toparse con una enorme víbora. Muerta de hambre, su imagen parecía sacada de un cuento de ultratumba.
Por fin, después de tantos martirios, un día encontraron al venado. Ella tuvo que contener el aliento, y el hombre, sigiloso, con la astucia y agilidad de un gato, se acercó a su presa, y con la mirada de un lince localizó el blanco justo para liquidar al escurridizo animal. ¡Bang! Y el venado había muerto.
La mujer no cabía de júbilo pensando que su sufrimiento había terminado, pero no era así.
-Ahora, mi amor, quiero que cargues el venado para que veas lo bonito que se siente- le dijo el hombre, mientras masticaba rabiosamente cada una de sus palabras.
La mujer casi se desmaya ante la desconocida mirada asesina de su marido, pero ante la desesperación por regresar a su hogar no tuvo aliento ni para replicar y cargó el venado hasta su casa cruzando veredas y montañas.
Con las piernas abiertas, jadeando y casi muerta, a punto de tronarle el corazón, llegó y depositó el animal en la sala de su casa.
Los niños y sus amiguitos, hijos de los vecinos, salieron a recibir a sus papás cazadores; y, acostumbrados a la repartición, le dijeron a su mamá con alegría:
-Mamá, apúrate a repartir el venado porque la mamá de Pepito ya está desesperada.
-¿Qué pedazo le llevo a mi tía?, le dijo otro.
La señora, tirada en el piso, hizo un esfuerzo sobrehumano para levantar la cabeza y con los ojos inyectados de sangre volteó a ver a los niños y agarrando aire hasta por las orejas, les gritó:
-Este venado ¡no me lo toca NADIE! Y tú, Pepito, ve y dile a tu mamá que vaya mucho a la mierda.
REFLEXIÓN
Para valorar el esfuerzo ajeno y respetar en su real dimensión el trabajo de los demás, todos debemos aprender a "cargar el venado".
La experiencia adquirida con el paso de los años nos ha enseñado que sólo se valora aquello que se ha adquirido como resultado de nuestro trabajo; que sólo cuidamos aquello que nos ha costado esfuerzo, sudor y sacrificio.
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