Mi terapeuta es Dios

extraido de psicoterapiacotidiana 
20140722TerapeutaDios
Mi terapeuta es Dios. Es omnisciente. Sabe lo que siento en cada momento. Sabe lo que pienso sin que yo tenga que decirle nada. Conoce todos mis secretos, puede leer mi mente incluso mejor que yo mismo. Es omnipotente. Sólo tengo que tener fe y él me curará. Hará desaparecer todo mi dolor. Mi pena, mi rabia y mi miedo se desvanecerán en un instante y viviré en un paraíso para siempre.
De forma inconsciente muchos pacientes acuden a terapia con una actitud como la del texto. A su vez, en ocasiones de forma inconsciente y otras conscientemente los terapeutas respondemos a las expectativas de los pacientes haciendo que éstos participen de nuestras propias fantasías de omnipotencia.
 Generalmente tomamos la decisión de empezar un tratamiento psicológico porque estamos sufriendo. No obstante, a menudo desconocemos qué es lo que nos hace sufrir. El malestar aparece como una sensación vaga de tristeza, de vacío o de angustia a la que muchas veces no podemos atribuirle una causa concreta. A alguien que sufre y está confuso sólo le queda la confianza. Esta confianza tiene un aspecto positivo y otro negativo. Por un lado, la confianza implica esperanza, y la esperanza es la fuerza motivadora que empuja a las personas hacia un cambio. Sobre ésta se construye la base del vínculo con el terapeuta y sin éste se volvería imposible cambiar nada. Por otro, existe el riesgo de que esa confianza se convierta en una fe ciega en la omnipotencia del terapeuta que aliviará nuestro sufrimiento sin que nosotros debamos hacer nada. Olvidamos que somos agentes activos en nuestra propia vida y proyectamos nuestro conocimiento y nuestra capacidad de cambio en un terapeuta idealizado que está obligado a salvarnos de nosotros mismos.
 Negamos nuestra responsabilidad y nuestra capacidad para entender qué nos pasa y modificarlo porque aunque deseemos cambiar, en nuestra fantasía el cambio siempre supone una amenaza. Si aprendemos a negar la vulnerabilidad porque la asociamos con la vergüenza, tendremos la fantasía que llegar a dar el paso que nos permitiría aliviar nuestro sufrimiento (es decir, mostrarnos vulnerables, pedir el cariño que necesitamos, etc.) sería algo catastrófico (podemos pensar que seremos avergonzados y nos sentiremos frustrados) De esta forma, es más fácil refugiarnos en la fantasía de que el psicólogo aliviará nuestro dolor sin que nosotros debamos arriesgarnos a hacer nada que pueda resultarnos doloroso.
 Ahora observemos la escena desde el punto de vista del terapeuta. La mayoría de terapeutas queremos aliviar el sufrimiento de nuestros pacientes. Esta idea, tan obvia como bien intencionada termina convirtiéndose en una trampa especialmente para los terapeutas más jóvenes, porque desde nuestro deseo de curar podemos terminar asumiendo como exclusivamente nuestra la responsabilidad de su bienestar o podemos terminar empujándolo hacia aquello que nosotros consideramos adecuado o sano y que no tiene porqué serlo para nuestro paciente.
 Cuando un terapeuta presa de ese deseo de curar o de su propio narcisismo se otorga a sí mismo el poder de esta fantasía compartida de omnipotencia está dañando a su paciente. En primer lugar porque en la medida en que nos hacemos responsables en exclusiva del bienestar del paciente lo relevamos a él de esa responsabilidad. Lo infantilizamos, lo convertimos en un niño que espera y depende de nuestra aprobación. En segundo lugar porque tarde o temprano los terapeutas terminamos revelándonos como imperfectos ante nuestros pacientes. Precisamente uno de los factores curativos de la terapia es generar un espacio para elaborar de una forma madura la decepción. Para darnos cuenta de que somos capaces de sobrevivir al desengaño, de sostener nuestra imperfección y la del otro y de valorar un amor que siendo real nunca puede ser perfecto. Si permitimos que el paciente proyecte en nosotros esa fantasía de omnipotencia, cuando ésta se rompa el desengaño será muy difícil de manejar, tanto que es muy probable que la relación terapéutica no sobreviva. Cuando la relación terapéutica se rompe por este motivo se rompe también la confianza y la esperanza depositada en la posibilidad de un cambio.
 Bajo mi punto de vista la terapia es un proceso de crecimiento y de aceptación cuyo objetivo es abrirnos a la vida tal como es y convertirnos en individuos verdaderamente libres y responsables. Sin embargo, la demanda de terapia que nos encontramos, por un lado está condicionada por una clara tendencia social hacia la recompensa y la inmediatez. Por otro trabajamos con personas que están sufriendo, que desean dejar de hacerlo y que otorgan al terapeuta el poder de aliviar ese sufrimiento sin tener que exponerse a ser partícipes de un cambio que los asusta. Teniendo en cuenta este tipo de demanda y que lógicamente los terapeutas queremos vivir de nuestro trabajo, estamos bajo una inmensa presión. Por eso, muchos terapeutas o pseudoterapeutas abandonan la idea de la terapia como un proceso que requiere un tiempo de maduración y sin que importe abocar a los pacientes al autoengaño o a la desesperanza, terminan convirtiendo la terapia en un mercadeo de milagros.

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Jaume Guinot
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