Por Carolina Pavlovsky *
La primera vez que tuve lo que hoy se llama ataque de pánico, hace casi 20 años, estaba en una librería desde hacía dos horas, a 40 grados de calor, un día de marzo, en la fila de padres que estábamos comprando la lista de útiles para el comienzo lectivo de nuestros hijos. Nunca imaginé que iba a entrar a pertenecer a una clasificación nosográfica que engloba a personas afectadas por dicha sintomatología. Esto pasa con las categorizaciones "modernas": trastorno obsesivo-compulsivo (TOC), trastornos alimentarios (anorexia-bulimia), trastorno afectivo de bipolaridad (TAB), trastorno de déficit de atención (TDA), etcétera, etcétera.
Hay que señalar que la anorexia –o sea, falta de apetito– se da como síntoma en múltiples cuadros diferenciales: angustia, depresión, psicosis. Significativamente este "rasgo conductual" a su vez constituye un valor ético: la anorexia voluntaria en el despojo y el ayuno del misticismo religioso. A partir del siglo XX, la anorexia y la bulimia, como modos de consumo y aisladas como síntomas de su contexto sociocultural, son enfermedades de valores de clase media y alta: no existen en la pobreza, en condiciones de carencias básicas.
En las comunidades de tratamiento de adictos suelen incluir bajo el mismo rótulo variedades seriamente diferentes de consumo de estupefacientes: un chico de 17 años que probó marihuana un par de veces, descubierto por padres desesperados ante la explosión de la adolescencia y sus códigos, se mezcla con adultos de 30 años, neurológicamente lacerados por su consumo de alcohol. También aquí se da el aislamiento del síntoma y la rotulación (que sólo carga el adicto a sustancias ilegales), en vez de las implicancias de un diagnóstico más personalizado y contextuado.
La cantidad de instituciones, centros y ofertas de atención para tratar estos fenómenos como "desórdenes" ha crecido en forma notable en las últimas décadas y genera un nuevo mercado de consultas, una nueva forma de abordar las enfermedades y también suelen ser carne para el comercio de psicofármacos.
Lo que produce la categorización rígida, divisionista, alejada de un contexto sociocultural, aferrada a nomenclaturas que se basan sólo en descriptivas definiciones y contradefiniciones, es la concepción y creación de una subjetividad adaptada y sumisa, que se aferra desesperadamente a alguna "identidad de enfermo"; pacientes que en una primera entrevista se presentan nombrando la "etiqueta patológica" que arrastran en su recorrido por instituciones, hospitales, psiquiatras, psicólogos. "Soy Juan López, soy TOC"; "Mi problema es la bipolaridad"; "Soy bulímica, dice mi psiquiatra."
No podemos dejar de observar la simultaneidad, en el tiempo y la historia, del crecimiento económico de los laboratorios psicofarmacológicos con la creación de nuevas definiciones patológicas. Cantidad y variedad de discursos y prácticas se fomentan, desde la década de 1980, como dispositivos de detección y tratamiento de estos "trastornos". La prescripción masiva de antidepresivos nos recuerda la omnipresente droga "soma", en Un mundo feliz, del visionario Aldous Huxley.
Un ser humano es una multiplicidad de estados, de posibilidades de conexiones y líneas diversas, nunca fijas en su devenir histórico. Los tratamientos que se basan en la excesiva división y clasificación de "desórdenes" psicológicos podrían dificultar una concepción más integral y humanista del sujeto y construir campos de atención psicológica con teorías y prácticas que propicien un verdadero encuentro entre seres humanos, una concepción más inclusiva y menos estratificada de la enfermedad mental.
* Codirectora de Nuevo Espacio, Psicodrama Grupal. Texto extractado del trabajo "Monopolios y nuevas patologías emergentes".
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