El autor –apelando al concepto de "extimidad"– sostiene que el racismo
moderno es "el odio al goce del Otro: se odia la manera particular en
que el Otro goza"; y, para esta cuestión, "el discurso universal de la
ciencia no tiene respuesta, aunque se trate de hacerlo responder".
El término "inmigración", relativamente nuevo, significativamente
contemporáneo de la Revolución Industrial, es decir, de la
perturbación que introdujo la aplicación con fines productivos de los
resultados de la ciencia: a partir de ella, establecerse en un país
extranjero se extendió a escala masiva. Se trata entonces de un hecho
nuevo, de un hecho moderno.
Debemos decir que ser un inmigrante es el estatuto mismo del sujeto en
el psicoanálisis. El sujeto como tal, definido por su lugar en el
Otro, es un inmigrante. No definimos su lugar en lo Mismo porque sólo
tiene hogar en lo del Otro. El problema del sujeto precisamente es que
ese país extranjero es su país natal. Algo significa que el
psicoanálisis haya sido inventado por alguien que tenía con el
estatuto de inmigrante, de extimidad (ver aparte) social, una relación
originaria. Y es que este estatuto pone en tela de juicio el círculo
de la identidad de este sujeto, lo condena a buscarla en los grupos,
los pueblos y las naciones.
Se nos reprocha ser antihumanistas, y es que el humanismo universal no
se sostiene. No me refiero al humanismo del Renacimiento, que está muy
lejos de ser un humanismo universal. Hablo de este humanismo
contemporáneo que no encuentra más soporte que el discurso de la
ciencia –del derecho al saber, hasta de la contribución al saber–, de
este humanismo universal cuyo absurdo lógico (no hay otra palabra)
sería pretender que el Otro sea semejante. Este humanismo se
desorienta por completo cuando lo real en el Otro se manifiesta como
no semejante en absoluto. Hay entonces sublevación. Entonces surge el
escándalo. Ya no se tiene más recurso que invocar no sé qué
irracionalidad; es decir que se supera singularmente el concepto del
Otro aséptico que nos hemos forjado.
De hecho, este humanismo universal hace oír sus pretensiones justo
cuando el Otro tiene una singular propensión a manifestarse como no
semejante –a lo que se esperaba–. Esto desorienta al progresismo, que
cuenta con el progreso del discurso de la ciencia como universal para
obtener una uniformización, y especialmente del goce. El problema es
que, en la medida en que la presión del discurso científico se ejerce
en el sentido de lo uniforme, hay cierto disforme que tiende a
manifestarse, sobre todo de un modo grotesco y horrible, y que está
ligado a lo que se llama progreso.
La ciencia no debe quedar exonerada de racismo aun cuando haya una
caterva de científicos que expliquen hasta qué punto es antirracista.
Sin duda es posible hacer caso omiso de las elucubraciones
seudocientíficas del racismo moderno, que, como se constata, no se
sostienen. Resulta fácil constatar que en sus consecuencias técnicas
la ciencia es profundamente antisegregativa, pero es porque su
discurso mismo explota un modo muy puro del sujeto, un modo que puede
llamarse universalizado del sujeto. El discurso de la ciencia está
hecho para y por –potencialmente por– cualquier hijo de vecino que
piense ...luego soy; es un discurso que anula las particularidades
subjetivas, que las echa a perder. Entonces, está la vocación de
universalidad de la ciencia, que en este sentido es antirracista,
antinacionalista, antiideológica, puesto que sólo se sostiene poniendo
el cuantificador universal para todo hombre.
Aunque resulta muy simpático, en la práctica esto conduce a una ética
universal que hace del desarrollo un valor esencial, absoluto, y hasta
tal punto que todo (comunidades, pueblos, naciones) se ordena según
esta escala con una fuerza irresistible. De resultas, es porque las
comunidades, los pueblos y las naciones se encuentran bajo esta
escala, por lo que hay enseguida un buen número al que se califica de
subdesarrollado. En el fondo, todo está dicho en ese término, hasta
tal punto que no hay más que subdesarrollados en esta tierra. Francia,
por ejemplo, tiembla por saber si está en verdad suficientemente
desarrollado en varios campos. Se siente en la pendiente de la
decadencia respecto de esta irresistible exigencia de desarrollo.
Debe admitirse también que esto se encarnó en la fachada –por otra
parte, en general humanitaria– del colonialismo, del imperialismo
moderno. En esa época no se decía: cada uno en su casa. Por el
contrario, se iba a ver de cerca para imponer el orden y la
civilización. Resulta divertido constatar que en nuestra época vivimos
el retorno al interior de todo esto, el retorno de extimidad de este
proceso. Y resulta tanto más sabroso cuanto que son los mismos que
querían afrancesar pueblos enteros los que hoy no pueden soportarlos
en el subterráneo.
Hay que reconocer que este desarrollo del discurso de la ciencia tiene
como efecto bien conocido –y la protesta, llegado el caso, es
reaccionaria– deshacer las solidaridades comunitarias, las
solidaridades familiares. Como saben, el estatuto moderno de la
familia es extremadamente reducido. Grosso modo, lo que resumimos como
discurso de la ciencia tiene un efecto dispersivo, desegregativo, que
puede llamarse de liberación, por qué no; se trata de una liberación
estrictamente contemporánea con la mundialización del mercado y de los
intercambios.
A quienes sólo son sensibles a la vocación de universalidad de la
ciencia, mientras rezongan ante algunas de sus consecuencias
económicas y hasta culturales, Lacan les señala el hecho de que a esta
desegregación responde la promoción de segregaciones renovadas, que
son en conjunto mucho más severas que lo que hasta ahora se vio. El lo
dice en futuro, de forma profética: "Nuestro porvenir de mercados
comunes será balanceado por la extensión cada vez más dura de los
procesos de segregación" (los remito a la página 22 de la "Proposición
del 9 de octubre de 1967 sobre el psicoanalista de la Escuela").
Los procesos de segregación son justamente lo que se discute bajo el
sentido común del racismo. En el fondo, esto implica que el discurso
de la ciencia no es en absoluto abstracto, sino que tiene efectos
sobre cada uno, tiene efectos significantes sobre todos los grupos
sociales porque introduce la universalización. No se trata de un
efecto abstracto, sino de una apuesta permanente.
El modo universal –que es el modo propio según el cual la ciencia
elabora lo real– que parece no tener límites, pues bien, los tiene. Me
encontraba junto a un biólogo encantador empeñado en sostener que
desde el punto de vista de los genes no hay raza: reconozcamos que
este tipo de fórmula, de discurso, es completamente inoperante. Se
puede repetir tanto como se quiera "nosotros los hombres...", y se
constatará que no tiene efectos. No los tiene porque el modo universal
que es el de la ciencia encuentra sus límites en lo que es
estrictamente particular, en lo que no es universal ni universalizable
y que podemos llamar, con Lacan, de manera aproximada, modo de goce.
Soñar con una universalización del modo de goce caracterizó a toda
utopía social, de las que fue pródigo el siglo XIX. Por supuesto, es
preciso distinguir el goce particular de cada uno y el modo de goce
que se elabora, se construye y se sostiene en un grupo, por lo general
no muy amplio. Allí se está a nivel de cada uno. No de cada hijo de
vecino, sino de cada uno en su cadaunería.
"Odio tu manera de gozar"
Dado el modo universal en que se desarrolla, el discurso científico no
puede responder nada a la pregunta que se plantea como consecuencia de
esta respuesta que es el imperativo de goce, del que cada uno es
esclavo.
Se sabe que el discurso universal de la ciencia no tiene respuesta,
aunque se trate de hacerlo responder. Se hacen, por ejemplo, manuales
de educación sexual, lo que constituye una tentativa de actuar de modo
que el discurso científico, que se supone tiene respuesta para todo,
pueda responder al respecto, y se verifica que fracasa. Por su
profesión, el biólogo cree en la relación sexual porque puede fundarla
científicamente, pero a un nivel que no implica que ésta se apoye en
el inconsciente. Y nada de lo que verifica a nivel del gen dice lo que
hay que hacer con el Otro sexo en el nivel donde eso habla. Aun cuando
el biólogo verifique el modo en que los sexos se relacionan uno con
otro, lo hace en un nivel donde eso no habla.
Hacer responder a la ciencia paradojas del goce es un intento cuyo
final no vimos. Estamos sólo al comienzo. Es una industria naciente.
Pero quizá desde ya podamos saber que es en vano. En todo caso, por
ahora el discurso universal no tiene siquiera la eficiencia que han
tenido los discursos de la tradición, los discursos tradicionales,
relativamente inertes, de una sabiduría sedimentada, que en las
agrupaciones sociales anteriores permitían enmarcar el modo de goce.
Nótese que estos discursos tradicionales –como el de la familia
ampliada, según la llamamos, porque la nuestra es reducida–, que en
determinado momento elaboraban cómo hacer con el otro, son los que el
discurso de la ciencia objetó, arrasó; el discurso de la ciencia y lo
que lo acompaña, a saber, el discurso de los Derechos del Hombre.
Me parece que esto es lo que debe captarse para situar el racismo
moderno, sus horrores pasados, sus horrores presentes, sus horrores
por venir. No basta con cuestionar el odio al Otro, porque justamente
esto plantearía la pregunta de por qué este Otro es Otro. En el odio
al Otro que se conoce a través del racismo es seguro que hay algo más
que la agresividad. Hay una consistencia de esta agresividad que
merece el nombre de odio y que apunta a lo real en el Otro. Surge
entonces la pregunta que es en todo caso la nuestra: ¿qué hace que
este Otro sea Otro para que se lo pueda odiar en su ser? Pues bien, es
el odio al goce del Otro. Esta es la fórmula más general que puede
darse de este racismo moderno tal como lo verificamos. Se odia
especialmente la manera particular en que el Otro goza.
Cuando cierta densidad de poblaciones, de diferentes tradiciones, de
culturas diversas, se expresan, resulta que el vecino tiende a
molestarlos porque, por ejemplo, no festeja como ustedes. Si no
festeja como ustedes, significa que goza de otro modo, que es lo que
ustedes no toleran. Se quiere reconocer en el Otro al prójimo, pero
siempre y cuando no sea nuestro vecino. Se lo quiere amar como a uno
mismo, pero sobre todo cuando está lejos, cuando está separado.
Cuando el Otro se acerca demasiado, se mezcla con ustedes, como dice
Lacan, y hay pues nuevos fantasmas que recaen sobre el exceso de goce
del Otro. Una imputación de goce excedente podría ser, por ejemplo,
que el Otro encontrara en el dinero un goce que sobrepasaría todo
límite. Este exceso de goce puede ser imputar al otro una actividad
incansable, un gusto demasiado grande por el trabajo, pero también
imputarle una excesiva pereza y un rechazo del trabajo, lo que es sólo
la otra cara del exceso en cuestión. Resulta divertido constatar con
qué velocidad se pasó, en el orden de estas imputaciones, de los
reproches por el rechazo del trabajo a los que "roban trabajo". De
todas maneras, lo constante en este asunto es que el Otro les saca una
parte indebida de goce. Esto es constante.
La cuestión de la tolerancia o la intolerancia no alcanza en absoluto
al sujeto de la ciencia o a los Derechos del Hombre. El asunto se
ubica en otro nivel, que es el de la tolerancia o la intolerancia al
goce del Otro, en la medida en que es esencialmente aquel que me
sustrae el mío. Nosotros sabemos que el estatuto profundo del objeto
es haber sido siempre sustraído por el Otro. Si el problema tiene
aspecto de insoluble, es porque el Otro es Otro dentro de mí mismo. La
raíz del racismo, desde esta perspectiva, es el odio al propio goce.
No hay otro más que ése. Si el Otro está en mi interior en posición de
extimidad, es también mi propio odio.
Simplemente, se confiesa que se quiere al Otro siempre que se vuelva
el Mismo. Cuando se hacen cálculos para saber si deberá abandonar su
lengua, sus creencias, su vestimenta, su forma de hablar, se trata de
saber en qué medida él abandonaría su Otro goce. Esto es lo único que
se pone en discusión.
En esta línea me vi llevado a admitir la validez del término
"sexismo", que se construye sobre "racismo". Hombre y mujer son dos
razas –tal es la posición de Lacan–, no biológicamente, sino en lo que
hace a la relación inconsciente con el goce. En este nivel se trata de
dos modos de goce. Sabemos hasta qué punto nos ocupamos de contener el
goce femenino: cómo se intentó taponar, canalizar, vigilar este exceso
de goce. Saben el cuidado que se tomó –constituyó un tema filosófico,
durante siglos– en la educación de las muchachas. Resulta divertido
ver progresar las tentativas de uniformización del discurso de la
ciencia. Podemos regocijarnos al ver la promoción femenina, mujeres a
la cabeza de sociedades multinacionales norteamericanas, por ejemplo,
que hoy ocupan lugares como el de tesorero general, lo que es bastante
afín a la posición de la burguesa en la casa.
La tolerancia a la homosexualidad depende de la misma rúbrica. Se
producen efectos de segregación, si no voluntarios al menos asumidos.
Existen rincones reservados, en Los Angeles o San Francisco, donde se
reúne una comunidad que ocupa un tercio de la ciudad. Se trata de una
forma asumida, jugada, de segregación. Y como comunidad de segregación
tiene derecho de palabra y de actuación en la conducción de la ciudad.
¿El antirracismo es negar las razas? Creo que es inoperante plantear
que no hay razas. Para que no hubiera razas, para que se pudiera decir
"nosotros los hombres...", haría falta que hubiera el Otro del hombre.
Se necesitarían seres hablantes de otro planeta para que pudiéramos
por fin decirlo. De ahí el carácter finalmente tan optimista de la
ciencia ficción, ya que da una especie de existencia fantasiosa al
"nosotros los hombres...". Para Jacques Lacan, una raza se constituye
por el modo en que se trasmiten, por el orden de un discurso, los
lugares simbólicos. Es decir que las razas, esas que están en
actividad entre nosotros, son efectos de discurso, lo que no significa
simplemente efectos de blablablá. Significa que estos discursos están
ahí como estructuras, y que no alcanza con soplarlos para que se
vuelen.
* Director del Instituto del Campo Freudiano. Texto extractado del
libro Extimidad, de reciente aparición (Ed. Paidós).
de pagina12
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