CHARLES BAUDELAIRE
Cuando nos alejábamos del estanco, mi amigo hizo una minuciosa distribución de sus monedas; en el bolsillo izquierdo del chaleco introdujo varias pequeñas monedas de oro; en el derecho las pequeñas monedas de plata; en el bolsillo del pantalón un puñado de monedas de cobre y, finalmente, en el de la derecha una moneda de plata de dos francos que había examinado atentamente.
—¡Singular y minuciosa distribución! —dije para mis adentros.
Encontramos a un pobre que nos tendió su gorra temblando. No conozco nada más inquietante que la elocuencia muda de esos ojos suplicantes que contienen, para el hombre sensible que sabe leer en ellos, a la vez tanta humildad y tantos reproches. Se encuentra algo similar a esta profundidad de sentimientos en los ojos lacrimosos de los perros a los que se azota.
La limosna de mi amigo fue mucho más considerable que la mía, y le dije:
—Tienes razón; después del placer de ser sorprendido, no hay otro mayor que el de causar una sorpresa.
—Era una moneda falsa —me contestó tranquilamente, como para justificarse de su prodigalidad.
Pero en mi miserable cerebro, siempre ocupado en buscarle tres pies al gato (¡Qué fatigosa facultad me ha regalado la naturaleza!) entró instantáneamente la idea de que semejante conducta por parte de mi amigo sólo era excusable si se trataba de crear un acontecimiento en la vida de aquel pobre diablo, tal vez incluso de conocer las consecuencias diversas, funestas o de otro tipo que puede engendrar una moneda falsa en manos de un mendigo. ¿No podría multiplicarse en monedas auténticas? ¿No podría también conducirlo a la cárcel? Un tabernero, un panadero, por ejemplo, tal vez hicieran que lo detuvieran como falsificador de monedas o como propagador de las mismas. Igualmente, la falsa moneda podría ser para un pobre especulador el germen de una riqueza de unos cuantos días. Y así mi fantasía seguía su curso, prestándole alas al espíritu de mi amigo y extrayendo todas las deducciones posibles de todas las hipótesis posibles. Pero éste interrumpió bruscamente mi ensoñación retomando mis propias palabras:
—Sí, tienes razón; no hay placer más grato que el de sorprender a un hombre dándole más de lo que espera.
Lo miré fijamente y quedé espantado al ver que sus ojos brillaban con un incontestable candor. Entonces vi claramente que había querido hacer a la vez un acto de caridad y un buen negocio; ganar cuarenta sous y el corazón de Dios; ganarse el paraíso por poco dinero; finalmente recibir gratis el certificado de hombre caritativo. Le habría perdonado el deseo del goce criminal del que hace un instante le creí capaz; habría encontrado curioso, singular, que se divirtiera comprometiendo a los pobres; pero no le perdonaré jamás la bodomía de su cálculo. Nunca hay excusa para ser perverso, pero puede haber mérito en saber que uno lo es; el más irreparable de los vicios es hacer el mal por imbecilidad.
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